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De todos los pelos sacudidos pueden extraerse, de piso, cuatro observaciones. Una, la más controvertida, se refiere a lo que dijo, lo que no dijo y lo que anunció. Hay otra: ciertos aspectos presentados como formales, que quizás no lo sean tanto. La tercera convoca a mirar el panorama político que podría haberse abierto o confirmado. Y la última insiste en si el análisis sólo debe dedicarse a los dichos y acciones del oficialismo, como volvió a ocurrir y ya por fuera del discurso propiamente dicho. El periodista seguirá ese orden, al único efecto de que le parece el más recomendable para encadenar sus apreciaciones. Vale la aclaración porque también le parecería válido ir en sentido inverso, o quitar o agregar o centrarse en otros puntos, mientras se lo haga con esfuerzo metódico y no como producto de los arrebatos que la figura de Cristina despierta a favor y en contra.
La sensación quirúrgica tras escuchar a Cristina, si se apartan los rasgos presuntamente formales de su oratoria impresionante, es que habló (mucho) más de la épica conquistada que de la por venir. Y no está mal, viniéndose de donde se viene. Es que suena a incompleto. Cristina emocionó, emociona, pero el deber de un analista –apenas eso– es conjugar ese mérito. Que los docentes hayan sido más o menos reparados en sus ingresos mensuales no quiere decir profundidad de objetivos respecto de para qué se educa. Que los números de importaciones y exportaciones expliquen una intervención estatal y eficaz no representa que haya desarrollismo capitalista. Que haya un golpe de efecto sobre Malvinas, proponiendo vuelos frecuentes de Aerolíneas a las islas, no implica política exterior coherente atento a ese tópico que –reconozcamos– no interesa a las mayorías. Digámoslo de una vez: Malvinas es un sentimiento declamado, no una urgencia popular que quita el sueño. De ser por eso, por intereses y necesidades de minorías activas, son más subrayables las propuestas K de contrato prenupcial sobre división de bienes, fertilización asistida, regulación de alquiler de vientres, adopción, derechos indígenas sobre la tierra. Cristina anunció todo eso y casi nadie le prestó atención. Tampoco se atendió que legalizar el aborto es muchísimo más urgente que Malvinas. Son testigos sufrientes miles y miles de mujeres sometidas por condición de clase, antes o a la par que de género. Es por ahí, por ese sentido, que asoma lógico criticar el discurso de Cristina. Fue más para atrás que para adelante. Refregó de dónde se viene y la brillantez de haberlo superado, antes que a dónde se va.
Al cabo de esa crítica, resulta que la jefa de Estado habló más de tres horas, de corrido, apenas relojeando apuntes numéricos. Una bestia, en la mejor de las acepciones que tenga el término. Comparémosla con el Macri que necesita papeles para leer de corrido siete carillas escritas por terceros, en su apertura de sesiones ordinarias de la Legislatura porteña. No se cuenta la papa en la boca concheta, que su foniatra mediocre es incapaz de resolver. Lo que cabe es el modo en que eso representa las convicciones. Rotular como meramente decorativa la capacidad de oratoria es asaz cuestionable.
Tercero, cada quien largó una carta brava. Macri se lanzó a victimizarse porque la señorita no le deja administrar el subte en condiciones reglamentarias, y la señorita le estampó que es un aguachento de aquéllos. Objetivamente, sin perjuicio de leguleyerías, lo del hijo de Franco es un desquicio. ¿Quiere presidir el país y le pide a la vecina que le devuelva la pelota inflada? El kirchnerismo podrá no ser un cúmulo de virtudes, pero se asemeja a eso al lado del mostrenco macrista. No es asunto de frases ingeniosas, sino de lo que se presenta como el tablero político realmente existente. A Cristina le conviene tener de contrincante a este conservador inepto, que gracias si llega a ofrecer como máxima convocatoria a un cómico de los Midachi. Y al hijo de Franco le conviene entronizarse como lo único capaz de enfrentar a Cristina, que es de lo que viene trabajando –algo es algo– aunque en los últimos tiempos esquivaba el choque directo. Lo demás, ya se sabe, no existe como medida de alternativa real de poder o gobierno. En eso le asiste la razón al hijo de Franco. Por afuera del peronismo, es él. A pesar de sus imposibilidades narrativas, de estar procesado, de rechazar hacerse cargo de lo que le corresponde. Y de que todavía le resta un largo camino para demostrar capacidad de armado nacional. Por ahora, cuenta con dos elementos nada menores. Pero sólo dos: la vidriera capitalina y la protección mediática.
Cuarto, aquello de que el análisis sólo debería centrarse en los dichos y acciones del oficialismo. Al unísono periodístico y opositor, en estas horas volvió a hablarse con fruición del relato oficial y único. ¿Y qué del relato del caos permanente, del Gobierno como antro de corrupción y punto, de que la realidad consista solamente en los números falsos del Indek? ¿No cuenta la mediocridad de ese relato? ¿No cuenta que también sea único, alrededor de sí mismo? El discurso de Cristina podrá ameritar todas las dudas y cuestionamientos que se quieran. Pero los genera, nada más y nada menos. Enfrente, ni siquiera eso.
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